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  • Julia Villanueva y Carolina Hernando

AHORA CONSTRUYAMOS DESDE EL DESEO

Venimos de constantes deconstrucciones.


Julia Villanueva, nuestra psicóloga, plantea al deseo condicionado por decenas de mandatos y estereotipos y la importancia de generar nuevos modelos de identificación para las generaciones venideras.

Ilustración: Carolina Hernando

Vivimos en un mundo desigual y esa desigualdad es violencia. Violencia en términos simbólicos, donde nuestra libertad para desear suele estar reducida según ciertas variables. Una de ellas -tal vez la más significante- es el género, es decir, que el género, otra vez, nos limita y nos encasilla. En términos binarios, no deseamos igual las mujeres que los varones, y estos deseos suelen tener carácter de destinos ya escritos.


Mujeres, varones y disidencias construimos nuestros deseos en función de los modelos que conocemos, que nos muestran las ficciones y la realidad construida en base a esas ficciones e ideales. Entonces, son deseos que finalmente no sabemos si son fehacientes sino que más bien parecieran tener sus raíces en mandatos, estereotipos e incluso barreras.


“Para las mujeres lo público es peligroso”, leí y me enojé. Históricamente las mujeres habitamos el espacio privado, el hogar. Desde chicas el plan suele ser ir a jugar a lo de una amiga o invitar a alguien a casa, a diferencia de los varones que suelen ser quienes frecuentan más la calle, van a jugar un fulbito a la plaza o al club, o mismo en los recreos del colegio acaparan los patios con sus juegos tanto más corporales.

A temprana edad ya hay un uso asimétrico del espacio público en función del género.

Las mujeres estamos más seguras adentro, aparentemente sin riesgos de secuestros, violaciones, maltratos e incomodidades. Otro mito que ya podríamos ir eliminando porque adentro tampoco estamos seguras: conocemos infinitos relatos de abuelas maltratadas por nuestros abuelos imposibilitadas de separarse para no quedar mal a la vista de la gente o porque estaba económicamente oprimida, de violaciones intrafamiliares o dentro de pareja; y, en el último lugar de la cadena de la violencia de género, los femicidios, donde aproximadamente el 70% ocurre dentro de los hogares; más de la mitad de las mujeres víctimas de femicidio fueron asesinadas por su pareja o parientes cercanos. Es decir, tampoco en casa estamos seguras.


Hace ya tiempo que algunas mujeres comenzaron a romper con lo esperado para ellas. El contexto social y económico habilitó que comenzaran a existir en el mundo laboral público, fuera del hogar. Invisibilizadas, pero abriendo caminos. El hecho de haber tenido una abuela, tía, madre o vecina que saliera a trabajar o estudiar, nos abrió la puerta para imaginar un futuro con mayores posibilidades.


Las mujeres salimos al mundo público, sí, pero con la internalización de los códigos del mundo privado. Crecimos con códigos como la amabilidad, suavidad y pasividad, y tuvimos que enfrentarnos a espacios donde la competencia, la distancia y frialdad eran la norma. Crecer con los códigos del mundo privado no implica hacerlos propios, hay mujeres que les fue más fácil encarar el mundo público porque se reconocen en su código, y otras tuvieron que aprenderlos. Mantener la sincronicidad de ambos no solo requiere un gran esfuerzo sino que también nos genera un gran desgaste. Creo, en mi opinión, que el mundo público ganaría mucho si integrara la amorosidad característica de lo privado; me gusta pensar que los códigos de adentro pueden enriquecer el afuera.


Entonces, el arquetipo de la mujer que se queda dentro del hogar, con sus respectivas tareas de cuidado, y el arquetipo de varón que gobierna el espacio público, tienen un alto impacto en nuestra libertad y en nuestros deseos. Limitando aquellos roles que podemos encarnar, lugares que elegimos para vivir, actividades donde nos queremos desarrollar, objetivos, sueños y maneras de vivir.

La única manera de mover estos esperables es interviniendo,

de lo micro a lo macro, de lo individual a lo colectivo, construir nuevos relatos, nuevos sentidos. Conectarnos entre nosotras, reconocernos en las historias de otras. Intervenir en los imaginarios sociales. Todo esto ya está pasando pero no quiere decir que el trabajo esté terminado, para paliar la desigualdad todavía quedan muchas cadenas que cortar. Estudiar, trabajar, viajar, maternar, ampliar las posibilidades, validarlas, mostrarles a las generaciones que siguen que hay miles de manera de vivir, donde el género de unx sea solo un detalle más. Intervenir en el sentido de no dejar de hacernos preguntas acerca de lo que deseamos, que de hecho puede ir cambiando. Cuestionar si son deseos propios o ajenos, ¿qué quiero? ¿cómo quiero vivir? ¿qué miedo tengo? ¿quiero estudiar? ¿quiero viajar? ¿quiero casarme? ¿quiero que mi familia sean mis amigues? ¿quiero tener pareja?

Que se muevan los casilleros. Que las próximas generaciones tengan tantos modelos de identificación como posibilidades para vivir sus vidas.

Hay un costo en animarse, de estar en lo público, y es el miedo a que nos pase algo, pero saben qué, el miedo va a cambiar de lugar. El costo también existe cuando reprimimos nuestros deseos, cuando somos incapaces de expresar o desear, costos que se reflejan en nuestra manera de transitar el mundo, donde el fueguito personal, que diría Galeano, disminuye su brillo e intensidad paulatinamente hasta hacerse casi invisible.


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