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  • Andrés Guaranelli

CADÁVER EXQUISITO

DISTOPÍA Y BANALIDAD DEL MAL


En esta nota, Andrés Guaranelli hace un recorrido de las obras que históricamente desembocaron en lo que se llama aquí mismo la banalidad del mal. ¿Qué tienen en común Ray Bradbury con Tomás de Mattos? ¿Cuánto hay de distopía en sus obras si como antecedente histórico la filosofa alemana Hannah Arendt escribió la biografía Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal? ¿Qué diferencia a Tejo, el protagonista de la novela Cadáver exquisito de Agustina Bazterrica (2017), de Montag, el protagonista de Fahrenheit 451?


En 1963, la filósofa alemana Hannah Arendt escribe Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal. El libro en cuestión hace un seguimiento a un histórico personaje nazi, Adolf Eichmann, quien fue partícipe de los crímenes a los judíos en los campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial. Este hombre escapó cuando los alemanes perdían la guerra y se mantuvo escondido en Buenos Aires, hasta que servicios de inteligencia internacionales lo encontraron y llevaron a Jerusalén para su correspondiente juicio.

Pero lo que me interesa resaltar del libro de Arendt es el concepto de “banalidad del mal”. ¿Hasta qué punto se obedece y se actúa para cumplir una ley por más atroz que esta sea? La escritora nos dice: “Eichmann superó la necesidad de sentir, en general. Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley.” El problema es que cumplir con esa ley, con ese sistema de jerarquías, implicaba un genocidio.

Lo interesante de este concepto es que Eichmann no se autocataloga, por supuesto, como un criminal o asesino. No es, para él, una cuestión humana la que llevó a cabo, sino una orden dirigida por la maquinaria estatal nazi que debía cumplir y ya. Así de trivial, de banal, pues “Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y, en sí misma, tal diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolutamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía.”

Me interesa principalmente la frase final “no supo jamás lo que se hacía”. No hay plena conciencia, no hay reflexión ante el mal que se acomete porque está naturalizado en su deshumanizado contexto. De igual manera comienza la famosa novela de Ray Bradbury Fahrenheit 451. Para Guy Montag, el protagonista de esta distopía “era un placer quemar” aunque se tratase de cualquier libro, de todos los libros que se pudiesen hallar. Ese es su oficio como bombero y lo cumple a rajatabla. Por supuesto, salvando las obvias distancias entre matar a una persona y quemar un libro, quiero decir que estamos ante el mismo concepto, el de la banalidad del mal. Concepto que lleva a cumplir un deber sin cuestionárselo demasiado simplemente porque “viene de arriba”.

Otro ejemplo de esta cuestión también llamada “obediencia debida” se ve claramente en la novela del uruguayo Tomás de Mattos ¡Bernabé, Bernabé! que narra el exterminio de los charrúas por parte del ejército oriental. Allí, los soldados a cargo, aunque algunos se muestran afligidos, obedecen la orden que se les impone: matar. Es su deber para con su pueblo.


Toda esta introducción me parece importante para pensar cómo la literatura, a través de sus géneros, ya sea novela histórica o de ciencia ficción distópica, puede contar, crear o imaginar situaciones criminales pero “aprobadas por la ley” de igual manera que sucedió tantas veces en la historia de la humanidad.

La banalidad del mal entra mucho en juego con la literatura, y uno de los mejores ejemplos de esto se encuentra en la novela de Agustina Bazterrica Cadáver exquisito, ganadora del Premio Clarín de Novela en 2017.

En esta obra, Bazterrica plantea una sociedad en la que el canibalismo está permitido y normalizado. Bajo la premisa de que todos los animales poseen un virus letal y hay que deshacerse de ellos, las personas recurren a las personas para alimentarse. De esta manera, se prohíbe todo tipo de carne que no sea humana. Del mismo modo que antes se criaban, engordaban y mataban animales para llevar a las carnicerías, ahora se hace lo mismo con seres humanos nacidos bajo inseminación artificial. Por supuesto que no se los educa. Se los trata, justamente como animales, como cabezas a contar para matar y hacer dinero. Se les cortan las cuerdas vocales para que no puedan hablar ni gritar. Buscan deshumanizarlos, utilizan eufemismos como “carne especial” para referirse a ellos y que no sea tan evidente que están comiendo personas aunque todo el mundo lo sepa.

Vemos, de esta manera, cómo los trabajadores ejecutan las órdenes sin chistar: ya sea dar un mazazo en la cabeza a una persona para aturdirla y luego matarla, cortar sus partes, distribuirlas a las carnicerías, etc. Es lo normal, no hay cuestionamiento moral en esas actitudes. Es lógico, no son personas, son carne criada “sin sentimientos ni raciocinio”.

Pero esta es una novela tramposa. A diferencia de Montag que no sabe que vive engañado, el protagonista, Tejo, duda y descree de los virus en los animales, hasta se burla de su hermana por usar paraguas todo el tiempo por si la caga un pájaro y se muere. Porque tampoco podemos creer ciegamente todo lo que un gobierno de turno nos diga, ya sea decirnos que Oceanía nunca ha estado en guerra con Eurasia cuando viven en una constante situación bélica como ocurre en 1984 de George Orwell o que hay un virus mortal en todos los animales y que, por ende hay que matarlos a todos, incluso a nuestras mascotas, como se nos narra crudamente en Cadáver exquisito.

Tejo sabe y sospecha las mentiras estatales elaboradas para eliminar la superpoblación y la pobreza, pero aún así trabaja para un matadero. La maestría de la autora radica en la empatía que genera entre el lector y Tejo. Sentimos su dolor (la pérdida de su bebé), odiamos con él a su tonta e interesada hermana, lamentamos la situación de su esposa y de su padre. Seguimos su pesimismo, lo creemos, y nos terminamos comiendo nosotros un mazazo en la cabeza. Porque, al estilo de grandes cuentos, es una novela con final con efecto. Desestabiliza al lector, lo deja shockeado, en pausa, listo para el matadero.

Y ahí está la trampa. Montag en Fahrenheit 451, cuando sufre su anagórisis (reconocimiento de las cosas por parte del héroe trágico, como Edipo arrancándose los ojos al saber que mató a su padre y se acostó con su madre) se da cuenta de la importancia de los libros y decide rebelarse hasta ser perseguido. De igual manera le sucede al John el Salvaje en Un mundo feliz de Aldous Huxley, cuando considera que esa felicidad suministrada por una droga es artificial y «sin alma». En Cadáver exquisito creemos dirigirnos hacia el mismo destino que en las otras distopías mencionadas. A Tejo le regalan una “Cabeza” para que la coma, la venda, la reproduzca, etc. Pero poco a poco él la “humaniza”, le da un nombre, la lava, le enseña a comer con cubiertos y a mirar televisión aún sabiendo que todo eso es ilegal. El punto cúlmine es cuando Jazmín, esta chica regalada para ser comida, queda embarazada. Esto nos lleva a pensar en un Tejo harto de los mataderos, las mentiras y encariñado con Jazmín, buscando, de cualquier manera, salvarla a ella y a su futuro hijo. Y es ahí cuando la banalidad del mal aparece. Al igual que Eichmann, Tejo superó la necesidad de sentir. Nos miente, nos hace creer algo que al final no es. Él no se considera un asesino, sería incapaz de matar a una “persona”. Para él los humanos criados para comer no son más que eso, un producto que sirve para un fin determinado. Y a él, Jazmín, le sirve para su objetivo: volver a tener un hijo y restablecer su matrimonio.


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