- Denise Yáñez
EL PRIMO
Denise Yáñez

No solía quedarme a dormir en la casa de Pedro. Nos queríamos. De chicos jugábamos bastante, era la persona que más me hacía reír y a la única que no podía ocultarle nada. Pasábamos días enteros juntos, jugando en mi casa o en el campo de los abuelos. Por algún motivo (nunca supe exactamente cuál) nuestros padres se distanciaron. Éramos tan chicos que no teníamos la autonomía para vernos cuando queríamos.Y nos perdimos.
Hace unos años, comiendo en el Mercado de San Telmo me pareció verlo. Nos miramos un segundo y supimos que eran nuestros ojos. Corrimos a abrazarnos. Después de ese encuentro seguimos en contacto, viéndonos cada vez más. Volvió a venir a mis cumpleaños y volvimos a reír como antes. Teníamos en ese momento dieciocho años.
El Primo, como yo lo llamaba a Pedro desde chiquito, no se llevaba muy bien con su familia, sobre todo con su papá. Tenía un hermano más grande, el primo Lucas, que como era diez años mayor nunca tuvimos mucha relación. Pedro era de mi edad, me llevaba exactamente nueve meses. Me acuerdo de una Navidad, la última que pasamos juntos en nuestra infancia. Nada era tan normal ni divertido como antes y por mi edad no podía entender qué era lo que pasaba. Escuchaba a mis abuelos cuchichear entre ellos cuando se quedaban solos, trataba de no hacer ruido al tragar, de dejar los bocados en la boca atorándome sin masticar para llegar a escuchar, pero era inutil, hablaban en italiano y no entendía nada. Y como algunas palabras del italiano son muy parecidas a las del español, hablaban en el dialecto siciliano con el que se habían criado. No pescaba nada.
Esa Navidad festejamos en casa de Pedro, sus papás habían alquilado el sum del último piso con parrilla y balcón. Me divertía ir a la casa de mis tíos porque no iba mucho. Los encuentros familiares no solían ser ahí, y el Primo siempre venía a jugar a mi casa que tenía patio. Esa noche estaban invitados unos amigos de mi tío, un amigo de fútbol y un compañero del trabajo, cada uno con sus esposas. Con Pedro nos quedamos abajo en el departamento mientras la abuela y mi mamá preparaban los huevos rellenos y el vitel toné. Empezamos a organizar nuestro show, lo hacíamos siempre para las fiestas, poniéndonos gorros, collares, abrigos. A Pedro le encantaba contar cosas que habían pasado en la semana.. Cada cosa que contaba, la contaba con tal entusiasmo que a mi me fascinaba. Empezaba a hablar y yo quedaba con la boca abierta y una sonrisa instalada. No me daban los ojos para mirar sus modos y todas las muecas que hacía con su cara y sus manos.
Después de nuestro show, cuando estábamos por comer el lechón, vi que mi tío se retorcía los dedos mirando a Pedro mientras agitaba enérgicamente su pierna en el piso en una especie de tembleque nervioso e inconsciente. Fui a lavarme las manos para sentarme a comer, y cuando volví solo llegué a ver a mi tío sujetando a Pedro del brazo y llevándoselo al departamento. Empecé a preguntar qué estaba pasando y nadie me respondió.
Mi tía, mi mamá y mi abuela tenían una sonrisa cordial y falsa instalada en sus caras, “ahora vuelven” me decían, y seguían pasándoles los platos a los invitados y comentando cosas absurdas como “por suerte acá con todo abierto corre vientito fresco, ¿no?”. No pregunté más. El lechón atragantado en la garganta. Solo me preguntaba qué mal había hecho Pedro para que lo lleven abajo. Todos seguÍan como si nada y yo contenía las lágrimas. Doce menos cinco, mi tía fue a buscar a mi primo. Era hora de recibir los regalos. No quise averiguar qué había pasado, ya me contaría. Lo más importante era abrir los regalos juntos y ver los fuegos artificiales abrazados desde el piso ocho.
Todo eso se me vino a la cabeza en ese abrazo que nos dimos en San Telmo. Tomamos dos capuchinos, un campari y no logramos ponernos al día. No sé si puedo explicar o describir la belleza extraordinaria de mi primo, sus ojos me dejaban muda, su piel era pálida como un diamante lustrado y su elegancia, la de una gacela delicada. Admiraba a mi primo como si tuviese ante mí una criatura preciosa. Pedro me invitó a su casa, subí, conocí su departamento de dos ambientes en un edificio muy antiguo, muy lindo y barato en el que vivía con dos gatos que tenían nombres japoneses. Un domingo, se hicieron las diez de la noche y tenía que ir a casa. Me hubiese quedado con Pedro, pero tenía que terminar un trabajo para la facultad y él tenía una cita. Cuando me estaba yendo le dije que mi papá me estaba prestando el auto y le pregunté si quería que lo alcanzara a algún lado. Me dijo que sí, que iba a pocas cuadras y estaba corto de tiempo. Me alegré porque podíamos pasar aunque sea unos minutos más juntos.
Subimos al ford-ka y mientras recordábamos canciones de nuestra infancia me iba diciendo dónde doblar, hasta que en un momento me dijo: me bajo en la próxima esquina. Cuando se bajó, reparé en el lugar. Me di cuenta de que estaba en Carlos Pellegrini, frente a la estación de Constitución, y él caminaba hacia allá. Lo miré, viéndolo alejarse, reconociendo su pelo, su manera de caminar y sus orejas.
Las semanas que siguieron seguimos viéndonos, y después de casi todos los encuentros terminaba llevándolo a Garay y Pellegrini. ¿Por qué todas sus citas eran ahí? Yo no lo sabía, no lo supe nunca, no lo pregunté. Trataba de seguirlo con la mirada.
Su cabeza se perdía en la cantidad de gente, entonces seguía sus zapatillas hasta que se detenían, se encontraban con otras zapatillas y volvían caminando para el lado de San Telmo.
Tampoco pregunté por qué en general sus citas tenían pantalones deportivos o joggings, solo supe que eran hombres, siempre diferentes por los tamaños de las zapatillas y las formas de las piernas.
Una noche, empezaba a hacer calor, estábamos tirados en su sillón de cuero arañado por los gatos, tan arañado que podía sentir bajo el short la gomaespuma saliendo y el cuero ajado pinchándome. En ese momento, Pedro me contó que había conocido a un chico. Sin que yo le preguntara nada, me aclaró que ya no eran muchos distintos como los que iba a buscar a la estación, que ahora era siempre el mismo, que vivía lejos y que lo había invitado a conocer su pueblo. Antes de irme, acordamos que durante su viaje yo sería la encargada de cuidarle a los gatos y regar las plantas. Como todavía vivía con mis papás, me parecía divertida la idea de estar en una casa ajena, sola, bailar, tomar vino y fumar un porro tirada en el sillón que raspa.
Llegó el sábado y fui para allá. Entré. Vi a los gatos arriba de la mesa, mirándome, duros, quietos. La mesa estaba sucia como si hubiesen quedado los restos de una larga noche. Di de comer a los felinos, regué las plantas y me puse a ordenar. Junté la mesa y le pase un trapo. Sobre el cenicero había un papel escrito a mano, tenía un título, “El roce”: empecé a leer.
El roce. Nuestra propia sensualidad.
Lo profundamente humano. El roce.
La mirada. La profundidad de nuestra mirada. El roce.
El calor de tu lengua en mi boca.
Tus ojos penetrándome hablan con mis sentidos, y sólo mis vísceras pueden responderles. No se piden permiso. Penetran. Corrompen el roce.
Solo ellos. Mi conciencia no sabe. A mi mente se le escapa. Mi pensamiento no escucha. La cabeza es ignorante sobre eso. El tiempo, poco. El tiempo, lejos.
El capricho de querer susurrarle solo al oído de tu ternura.
Se me escapa la lógica entre los dedos. Deseo. El objeto del deseo. Siento.
Creo que deseaba menos. Tus ojos como un objeto que no deseaba y el roce.
Hoy, el cosquilleo de mi panza grita con aliento el pedido de tu estar.
Deseo inconsciente que suspende la artimaña. Solo el roce de dos cuerpos livianos, encontrados, extrañamente conocidos en el primer roce.
Dejé el papel donde estaba y miré a los gatos que estaban comiendo. Cerré la ventana y me fui. Salí a la calle, la peatonal de Defensa, los puestos, los artesanos, los turistas. Sentí mucha picazón en las piernas, no le presté atención porque estaba entretenida con toda la oferta visual. Solo pensé, por un momento, que era el primer calor de noviembre y que empezaban a aparecer los mosquitos de la temporada. Cuando llegué a mi casa me di cuenta de que lo que me había picado en las piernas no eran mosquitos sino pulgas. Me cubrí, no quería que mi mamá se entere, no quería que pregunte. Ahora que nos habíamos reencontrado no quería que nadie nos aleje.
Cuando Pedro volvió, nuestra cotidianeidad se incrementó como si nunca hubiésemos dejado de vernos, como si no hubiese pasado el tiempo. Pasábamos horas en su departamento riendo, bailando, comiendo y hablando. Pedro había encontrado a un chico que lo hacía feliz y ya no iba a Constitución.
Llegaban las fiestas y pensé que después de tanto tiempo sería bueno volver al campo de la abuela. Toda la familia junta, rodeada de gallinas, ciervos y todos los animales que había ahí.
El Primo aceptó y su familia también. De nuevo, juntos en Navidad. Después de las doce fuimos al baño, Primo tomó un éxtasis, me ofreció, le dije que nunca había tomado, pero que quería probar. Me tomé la pastilla con agua de la canilla y me pinté los labios, Pedro me pidió que se los pinte a él también. Lo hice. También me saqué el collar y se lo puse.
Los abuelos estaban bailando “Adiós Nonino”, la canción sonaba por unos fuertes parlantes, estaban bailando muy apretados. Mi abuelo miró a Pedro y bajó la mirada. Volví a ver a mi tío retorciéndose las manos. Se paró y le dijo al hijo que le daba vergüenza, que siempre le había dado, que de chico podía encerrarlo, pero que ahora le daba asco y le pidió, que si no pensaba cambiar, no verlo nunca más. Mi tía por lo bajo le decía: “hijo por favor, sacate eso”.
Me di vuelta para buscar ayuda en mis abuelos, pero ellos seguían inmersos en el tango. Mi abuela se sonreía como una hiena que se ríe mientras se la están comiendo. Mis papás habían salido a tomar aire en la galería y yo estaba sola. Pedro me miró, me clavó la mirada, se le cayó una lágrima y salió corriendo por el campo. Miré a mi alrededor, empecé a aturdirme, las manos me transpiraban y salí corriendo a buscarlo. Mientras me alejaba por el campo se iba perdiendo Piazzola. Llamaba a mi primo sin parar. Me adentraba en el campo, había luciérnagas y olor a rocío.
De repente vi ante mí una figura extraña, detrás de ella estaba la luna y no me dejaba verla con claridad. Me quedé parada, dura, esperando una revelación y obnubilada por la figura. Era una especie de árbol enano que solo tenía hojas de un solo lado. Algo muy extraño. Saqué del bolsillo mi celular y me acerqué. Piazzola había dejado de sonar, pero en mi cabeza seguía repiqueteando “Adiós Nonino” y la sonrisa de mi abuela.
Encendí la linterna y lo primero que vi ante mí fue una lágrima de sangre corriendo por la mejilla de un ciervo. Levanté la linterna y vi al Primo incrustado en el cuerno del animal. El teléfono se me resbaló entre los dedos y me dije a mí misma: “no vale no sé, no vale no puedo”. El ciervo estaba quieto como si entendiera y me diera permiso para hacer mi trabajo. Contuve la respiración y bajé a Pedro, lo acosté en el pasto boca arriba, me tiré al lado de él. Estaba más hermoso que antes, su piel transparente y sus labios rojos. Pensé en la caída, en el pensamiento durante la caída.
Me quedé mirando el cielo, “Adiós Nonino” me penetraba en la sien cada vez con más intensidad. Quería decirle al viento que quería tragarlo, inflarme y flotar con él. La luna brillaba y mis ojos estaban cerrados, gritando para adentro. Las rosas me bombardeaban con violencia. Me sentía una máquina sin coherencia, ¿qué había pasado?
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Dejaste de ser la tranquera abarrotada primo, despertá en la fuga y barrená la ola de tu libertad que crece con tamaño de corcel alado y salvaje.
Le agarré la mano y pensé en el roce.