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  • Andrés Guaranelli

MATERIALES PARA UNA RESEÑA

Sobre Materiales para una pesadilla de Juan Mattio.

Arnold Böcklin Die Toteninsel (La isla de los muertos)

A veces los premios literarios nos generan desconfianza, otras, cierto escepticismo. Pero en algunos casos, cada tanto, nos invitan a leer la sinopsis de la obra ganadora y nos dejan intrigados. Todo lector sabrá, se trata de una intriga que no invita más que a morir literariamente de satisfacción o de decepción, pero que no permite negativas a la lectura. Son obras dráculas a las que les damos el sí a entrar en nuestra cabeza y hasta que no las compramos y las leemos, no paramos de darle vueltas al asunto. Tal es el caso (con resultados muy favorables, por cierto) de Materiales para una pesadilla de Juan Mattio, novela que se publicó en 2021, gracias a la editorial Aquilina y que ganó mayor visibilidad debido a la obtención del premio Premio Fundación Medifé-Filba en 2022.


Si hablamos de distopías, tendemos a pensar en novelas que piensan una sociedad futura con rasgos negativos, donde, por ejemplo, gobiernos autoritarios manipulan absolutamente todo intento de pensamiento propio o culturización-cultivación independiente del individuo en la sociedad (1984, Fahrenheit 451, Un mundo Feliz, entre otras).


Pero ¿qué pasa cuando debemos catalogar como distópica una novela que no se limita solo al futuro, sino que nos lleva al pasado, para ver el origen de dicho porvenir? Aún más, ¿qué pasa si ese pasado se ubica justo en el epicentro del terror de Estado, en la dictadura cívico-militar argentina?

La novela nos presenta a varios personajes principales, por lo cual resulta difícil distinguir un único protagonista. ¿Es el narrador en primera persona que busca escribir este libro que nosotros intentamos leer? ¿Es Haruka, la creadora de esa realidad virtual que absorbió al mundo real? ¿Son acaso las voces que hablan en las desgrabaciones y nos cuentan sobre personajes enigmáticos que quizá fueron el germen de toda esta “pesadilla”? Justamente esta multiplicidad de voces genera en el libro su unicidad, su cualidad distintiva, lo que lo hace total. Porque, como si faltara algo, se agregan a estos ensamblajes distintas citas respecto al lenguaje, ese virus que muta y del cual tanto han reflexionado los lingüistas del siglo XX. Si seguimos la premisa del semiótico francés Roland Barthes de que el texto “es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura”, comprenderemos que esta novela es uno de los tejidos más imponentes e impactantes que dio nuestra literatura.


Mattio nos muestra un presente donde las personas viven la mayor parte del tiempo en la realidad virtual (Treffen). Algunos lo hacen para socializar, otros para comercializar, otros para escapar de su realidad traumática y otros… para visitar a sus muertos.


La obra comienza con términos que pueden resultar un tanto confusos para el lector. Se habla del Treffen, de Hermes (un instrumento utilizado para espiar y localizar a posibles subversivos durante la Dictadura que acaso sirvió de inspiración a Haruka en su proyecto), y de Die Toteninsel (La isla de los muertos, cuadro del suizo Arnold Böclkin que Haruka ve en el museo y decide recrear en la virtualidad). Con el correr de las páginas, uno se va familiarizando con dichos conceptos, como si lentamente también se sumergiera en ellos. En su telaraña, la novela agrega también referencias al anime y a la cultura japonesa. Como mínimo, podemos pensar en el concepto de “intercambio equivalente” de Fullmetal Alchemist. En esta serie, dos hermanos buscan revivir a su madre, pero para ello, deberán entregar algo a cambio. En Materiales para una pesadilla, hay una región virtual que funciona como un rumor, como una leyenda urbana pero que eventualmente existe. Se trata de Die Toteninsel, un lugar al que los personajes de la novela pueden acceder con la colaboración de una Kataribe, una guía, pero también “una narradora, algo como fueron los aedos griegos, pero en Japón eran en su mayoría mujeres”. Las kataribe son médiums, pero del más allá virtual.


Son varios los personajes que querrán ir a la Isla de los Muertos. Por ejemplo, una madre lo hará para reencontrarse con su hija muerta y también Katy, quien luego abastecerá de todo su saber a nuestro narrador, se adentra en Die Toteninsel para hablar con Haruka, la mente maestra detrás de todo este mundo nuevo. Pero nunca se sale igual que como se entra de allí (intercambio equivalente), algunos pierden la vista, otros la cordura. En el caso de Katy, ella sacrifica su salud en pos de esa búsqueda. Al inicio de la novela ya la vemos hospitalizada, creando un fuerte vínculo intelectual y afectivo con el narrador.


Con la muerte de Katy, el narrador se recluirá en su casa materna para pasar por escrito toda la información que posee. Pero toda vuelta a casa en la adultez implica un duelo, una llegada a la nostalgia, al dolor y a una determinada soledad. “En esta casa no puedo envejecer. Las cosas se comprenden mejor cuando están fuera del tiempo. La vida impide que tenga, en esta casa, más de doce años”.


Finalmente, o inicialmente, marcado por un sentimiento de tristeza que se acentúa con el correr de los días, el narrador comenzará también su búsqueda: la de la escritura del libro, de los recuerdos de su madre y de Katy, de personas que le ayuden a resolver el enigma de la relación Dictadura – Realidad Virtual. Una búsqueda digna de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, donde Cesárea Tinajero, esa simbolización del encuentro luego de una vasta búsqueda, no es más que la decepción encarnada en un anciano internado en un geriátrico, incapaz de otorgar información adicional.


En una novela que es imposible no subrayar, marcar y leer levantando la cabeza con asombro, Juan Mattio nos otorga materiales de sobra para una pesadilla futura (o no tan distante en el tiempo), para una lectura perturbadora, para una reseña que se ahoga en el intento de abarcarla en su totalidad.

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