- Julieta Ludueña
MI MAMÁ, LOS CHICOS, YO Y UN CHINO
Julieta Ludueña

Estábamos en el aeropuerto mi mamá, los chicos, yo y un chino. Nos habíamos sentado en un banco. Mi mamá estaba en una punta, los dos chicos en el medio junto a mí, y el chino en el otro extremo.
Entre todos guardábamos una distancia pero con el chino había una diferente, mayor. No sé por qué. El chino me miraba cada tanto, receloso, como quien quiere sacarte información del aura.
La terminal dos quizá tenía gente, no sé si mucha o poca, nunca había estado en el aeropuerto de París. Mis pies colgaban desde el asiento encorvado y con antecedentes de pasajeros en tránsito. Las zapatillas que había elegido para el viaje estaban malformadas de caminar tanto por situaciones sinuosas. Me gusta caminar, al borde del lío, al borde de la ley.
Los chicos estaban jugando entre ellos a adivinar qué avión partía primero, pero el más alto se había percatado de las pantallas de anuncios de partidas y llegadas hacía media hora. Esto hizo que sus últimos aciertos se basaran en una lisa y llana trampa de hermano mayor.
Al más pequeño lo entusiasmaba el entorno, los aviones, la gente, sus valijas, palabras que no entendía, era un circo apto para pasar las nueve horas de escala en París.
Mi mamá leía un libro, ensimismada en una historia romántica, supongo. Tiene una biblioteca pretenciosa para la cantidad de títulos que abarcan los primeros tres estantes, los dos de abajo tienen enciclopedias y las cajas con álbumes de fotos del ochenta, y algunas mías del noventa. Espero que mi mamá compre más libros para tirar esas cajas, aunque a veces pienso que podría hacerlo yo. Leo poco y cuando me decido por uno voy a la librería del centro.
Lo romántico no me gusta. Hace poco encontré en la librería una colección de los hallazgos científicos más importantes del último siglo. Es una serie de revistas poco didácticas pero bastante linda en colores. Reconozco que la mitad de lo que compré no lo leí y el otro poco lo entendí a mi manera.
El chino me mira, lo miro y arqueo las cejas. Quiero saber qué quiere, no qué necesita. El chino baja la cabeza, uno de los chicos se cae al piso. El juego de las adivinanzas se tornó bélico. Mi mamá sigue en el libro, yo salí de mis pensamientos. Las carcajadas salen de nuevo detrás de la mascarilla de los chicos. Me doy vuelta y veo la pantalla. Faltan más de ocho horas en esta escala.
Miro al chino que no ha dejado de mirar su teléfono. ¿Será chino, chino? Es, decir, de la China ¿o será de Corea, Japón, Taiwán, Tailandia? La mirada se me despierta cuando el chino se mueve para acomodar su chaqueta. Se siente incómodo.
Dejo de mirar al chino, los chicos me llaman para jugar. Mientras me sumo a un juego barato de energías, “adivinen cuántas valijas trae el próximo viajero”, pienso que en la escuela nos enseñan poco y nada del mundo oriental. Es como que está tan lejos que no es relevante conocer sus diferencias ínfimas. Cuando vuelva a casa me voy a fijar en las enciclopedias que tiene mi mamá en la biblioteca, seguro son las páginas más limpias.
Los chicos me hacen burla porque de cuatro intentos, acerté solo uno. Mi mamá deja el libro y pregunta si tienen hambre. Los chicos responden a coro estridente que sí, el chino se da vuelta. ¿Tendrá hambre? Porque yo sí.
Mi mamá abre su bolsa y saca unas galletas de vainilla. Tomo dos y le ofrezco al chino. Me niega con la mano, y se corre diez centímetros lejos de mí. Soy la peste de compañera de banco. Igual me mira, no entiende.
Le diría que tampoco comprendo su comportamiento, pero dicen que los chinos son reservados, lo voy a justificar desde ahí. Dejo mi lugar y voy hasta la ventana donde se ven los aviones que los chicos contaban hasta hace un rato. La pista es grande, es como ver el detrás de escena de los encuentros, de las despedidas, de las posibilidades o el comienzo de lo que va a salir mal.
Me gusta pensar que las cosas arrancan desde un lugar, el aeropuerto es un buen sitio para localizar inicios. Todavía escuchaba a los chicos hablar de las galletas y pedirle a mi mamá que para la cena podríamos comer unas hamburguesas. No sé qué les respondió ella, pero algo convincente supongo porque los chicos se callaron.
Estaba de espalda mirando la manga del avión blanco con letras rojas cuando noté una figura reflejada en el vidrio. El chino me miraba. Giré la cabeza, notó mi incomodidad y se volteó a ver el mismo avión que yo. Era el único pronto a despegar.
El aeropuerto si bien es grande, tiende a atomizar a la gente, a unir sus historias. Yo no hablaba – ni hablo- chino, y el intento de simpatía hacia el compañero de banco había sido amablemente rechazado.
Te aburres con facilidad, sentenció el chino en un español claro, entendible y paciente. No me moví, pestañé dos veces a conciencia y lo miré.
Su cara estaba más pálida que cuando lo vi sentado a mi lado. No se le veían arrugas al costado de los ojos y su nariz reflejaba la luz del vidrio.
No hay muchas cosas por hacer en un aeropuerto, le contesté. Mi voz sonó más soberbia de lo habitual y la respuesta pareció generar el efecto que quería. El chino sonrío, dos líneas horizontales aparecieron a la altura de su boca, se puso las manos en los bolsillos de su pantalón y miró otra vez el avión. Hizo la pausa necesaria para que me animara a continuar la conversación.
Hablás español.
Miré el vidrio y deseé que la manga de pasajeros me absorbiera en ese mismo momento. La estupidez no estaba solo en lo que había dicho sino en que era consciente de eso. El chino esta vez no dijo nada. Sacó su teléfono, tomó tres fotos y lo bloqueó.
No hablamos más hasta tres horas después. El chino se fue hacia las escaleras mecánicas y lo perdí de vista. Yo volví al banco, miré las plantas, mis primos intentaban dormir, mi mamá me pidió que cuidara de los chicos. Ella quería ir al baño. Intenté leer algo pero no tenía ganas. El incidente con el chino me había dejado pensando.
Mi mamá me preguntó si quería ir al baño y le dije que no. ¿Tomaste agua? Negué con la cabeza. Me dio una botella y como extra, un sermón de la hidratación, la piel y demás instructivos para no morir en el desierto.
Hacía cinco horas que no había bebido siquiera algo de café. La escala era larga, París empezaba a oscurecer y los chicos dormían con las piernas en el aire y sus cuerpos en los abrigos de mi mamá.
Fue un instante de ternura. Mi mamá se había atado el pelo en un rodete, yo me saqué las zapatillas y fijé la vista en la torre de control. Faltaban tres horas para terminar la escala. El chino volvió al banco.
Traía un bol de comida condimentada hasta el infinito de mi nariz y dos cervezas. Esta vez nos miramos. Me ofreció una cerveza y le acepté la lata. Yo no sé si la cerveza tiene agua pero es líquido para mi cuerpo. El chino comía con paciencia de monje, yo bebía en silencio. Había dejado de mirar mi teléfono desde la llegada al aeropuerto. Lo saqué de mi abrigo y lo guardé sin responderle a nadie.
Miré a mi mamá, ella reprendió la lata de cerveza en mi mano pero estábamos a una distancia considerable como para un planteo en el aeropuerto. En esas cosas, mi mamá tiene un nivel de ubicación que mis amigas le admiran. Ella inspeccionó al chino y lo saludó haciéndole notar su presencia. El chino dejó de comer y bajó la cabeza como forma de saludo.
Estábamos en el medio de ese delirio de escala, los chicos se despertaron para pedir otro abrigo y mi mamá los tapó. De su bolsa podían salir miles de cosas, menos una cerveza.
Nos alejamos del banco y de las plantas, yo necesitaba estirar las piernas. El chino se río. Hablo español, entiendo el italiano y trabajo en inglés. Dijo todo eso sin darle importancia y agregó: tomo cerveza en los aeropuertos con desconocidos aunque prefiero el vino. Mis manos abrazaban la lata, instinto de supervivencia. Un sonido salió del altavoz, me distraje y casi se me cae.
Te distraes con la misma facilidad con la que te aburres escuché. El chino en algún movimiento veloz estaba sentado en el banco otra vez observando mi confusión, mi cansancio.
Asentí con la cabeza, mi mamá miraba la escena como si fuera una de las que se cuentan en sus libros románticos. Me avergoncé del aeropuerto, mi mamá, los chicos, de mí y del chino. Un absurdo en París. A paso ciego, me acomodé el abrigo, dejé la lata de cerveza casi vacía al lado mío y me senté. Ahora entre el chino y mi cuerpo había sesenta centímetros de distancia.
Una hora de escala. Viajo a Méjico anunció el chino. Ajá apenas pude decirle. No había comido más que dos galletas de vainilla y una cerveza de mala calidad. Los chicos bostezaban. Mi mamá había dejado de leer, buscaba en su bolsa, documentos, supongo. Miré mi celular, había más mensajes sin responder. El chino me miró.
Gracias por la compañía tiró al aire y se llevó mi lata vacía junto a la suya al cesto de basura. Lo miré, no había romanticismo en nada de lo que había pasado en todo el tiempo de escala con mi mamá, los chicos, yo y el chino. Sin embargo, el aeropuerto me remitía a esas películas que llevan el punto de clímax al encuentro, al final o la despedida de personas que comparten el lenguaje de la observación.
Mi mamá vio la hora, los chicos se levantaron del banco y yo vi desaparecer la escalera mecánica. Ahora había dos aviones en la pista de aterrizaje, la torre de control estaba intacta y yo tenía ganas de ir al baño.